Corrí
todo lo que pude. Saqué fuerza y energía de mi misma como nunca lo había hecho
antes. Lloraba y corría tanto como mis piernas me permitían. Me dolía todo el
cuerpo, pero no podía parar de huir.
Junto a mí, corrían otros niños, e incluso algunos iban
desnudos. Todos huíamos desesperadamente del horror en el que se había
convertido nuestra ciudad.
Tras de mí, se oían los estrepitosos ruidos de las bombas,
explosiones, ruidos de edificios derrumbándose, ruidos de disparos, ruidos de
sirenas incansables, gritos de la gente que como yo querían huir, voces de
soldados que nos daban órdenes, pero no conseguíamos entenderles, solo
intentábamos abandonar lo más rápido posible aquel infierno.
Mi alegre ciudad, que estaba siempre llena de color y gente,
se había convertido en un lugar desolado y gris, donde la gente estaba siempre
triste y oculta, porque nunca se sabía cuando iban a llegar los bombardeos.
Seguía corriendo y llorando. No podía quitarme de la cabeza
todos los cuerpos sin vida que había visto mientras salía de la ciudad. Me
atormentaba aún más la idea de que mis seres queridos se quedaban allí. Yo no
tenía manera de saber si estaban vivos o no, y ellos tampoco podían saber de
mí.
Quería despertar de aquella pesadilla. Quería volver a estar
en mi casa con mis padres, mis abuelos y mi hermanita. Quería poder salir a
pasear cada tarde con ellos, y poder ir a jugar en el parque con mis amigos,
sin tener miedo a que las sirenas comenzaran a tocar. Quería que todo volviera
a la normalidad y que en las escuelas volviera a haber clases y que todos los
niños pudieran ir.
Solo quería que todo acabara y que mi vida volviera a ser lo
que era, tranquila y feliz, junto a mi familia.
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Paula Rodríguez Fernández - 1º ESO
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